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Otra Frente Al Espejo (Cuento)

La miro cuando quiero conocerme porque imagen suya soy, ¿un reflejo?, no sé.

Miro la foto y me veo a mi misma. La nariz chata y pecosa, la piel blanca. Ella soy yo en otro tiempo. La misma sonrisa, los mismos cabellos dorados que alumbran al sol y justo como él. Cuerpo robusto, caderas anchas. Ella soy yo, ella es mi espejo y yo su hechura.

Debía tener mi misma edad pues sus ojos están colmados de ilusiones intactas. Me tiene en brazos, soy una bebé. En la foto la miro de frente, ella mira a la cámara de reojo y las dos estamos en medio de una carcajada. Tengo un mechón suyo de pelo en mi mano y parezco estar halando un poco, ¿ya sabía yo en ese momento que era mi madre? Tener a tu primer hijo en brazos y sentirte dueña del mundo, ahora conozco ese sentimiento de la mujer en la fotografía.

En la adolescencia no lo veía con tanta tranquilidad. Me daba vergüenza esa similitud, la sentía como una confirmación de mi falta de especialidad. No quería ser ella sino única, hacer de mi vida una de esas extrañas ediciones limitadas de lujo que nunca se vuelven a ver. Terminé la universidad y a los 25 años me fui de su lado para conseguirlo.

Pero en mis viajes su imagen se hizo viva, y la reconciliación con la similitud con mi madre se hizo necesaria, justo ahora que entendía que éramos diametralmente diferentes a pesar de algunas réplicas en nuestras formas.

En cada ciudad le escribía y ella respondía con una foto suya y una historia. Cuándo viví en Barcelona, me envió su imagen en Barcelona. Yo había ido a pintar, ella, en su momento, vino detrás de un amor, el poeta portugués que conoció en la universidad, algo que nunca hubiera hecho yo. En París, le envié una foto de la Mona Lisa, ella me respondió con una foto suya en un callejón, la Rue Morgue, y escribió, “la Torre Eiffel y el Louvre me parecen una cursilería”, a mi no, yo quería un beso allí, y justo me lo dió tu papá el día después de habernos conocido. Ella tenía fotos en estaciones de trenes, yo no soportaba perder tiempo y dinero en esos viajes por tierra. Ella disfrutaba los cementerios viejos, yo me inclinaba por los pequeños cafés y bares. Ella era una, yo soy otra, a pesar de vernos tan iguales.

Y así, en cada foto suya veía mi imagen en un contexto distinto. Un espejo viendo al otro lado. Era como ver mis gustos en alto contraste, y con cada una de las cartas que le enviaba me reafirmaba en ese otro punto, el mío, lo que yo era de verdad. Seguían las similitudes, claro: la forma de las sonrisas, pero que se despertaban por paisajes diferentes en las mismas ciudades; el mismo color de pelo, alumbrando diferentes calles en las mismas latitudes. Ahora me veía en ella con amor porque me reconocía diferente.

Y entonces le di la noticia de que venías en camino, me envió esta foto y aquí estamos, a unos metros de la casa en la que crecí, las calles en que aprendí a correr para después irme por esa vida que mi vida pedía, y, al igual que ella en su momento, vengo con los ojos cargados y el corazón contento. Pero, sobre todo, en paz de haber hecho de mi vida, como la de mi madre, un festín.

Aquí estoy, contigo en brazos, la mirada llena de ilusiones intactas y tú halando un mechón de mi pelo. ¿en tu cabecita ya sabes que soy tu mamá?, ¿soy un reflejo?, no, soy una de esas extrañas ediciones limitadas de lujo, igual que ella, igual que tú lo serás, hija. Igual que lo son todas aquellas personas que viven siendo fieles a su corazón.

Toquemos el timbre, mi niña, es momento de volver.


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